dissabte, 26 de gener del 2013

Papas a lo pobre

María Martel (2011): Papas a lo pobre.
Agachamos la cabeza para pasar por el umbral y entramos en la penumbra. Hacía más fresco en la diminuta habitación oscura, a pesar de la lumbre que ardía en el hogar, ya que en el exterior el asfixiante aire rondaba los cuarenta grados. Acercamos dos sillas bajas a las llamas y me puse a contemplar a Pedro deslumbrándome con su arte en la preparación de su plato cotidiano, "papas a lo pobre".
Primero colocó una sartén profunda, horrorosamente grasienta y ennegrecida, en un trípode dispuesto sobre las llamas, y en ella vertió lo que calculé serían como dos tacitas de aceite de oliva. A continuación con su navaja de bolsillo cortó a tajos un par de cebollas, sin esmerarse mucho en pelarlas, y, mientras burbujeaban alegremente en el aceite, partió en pedazos una cabeza de ajo entera y lo echó todo en la sarten.
-¿No pela usted los dientes de ajo? -le pregunté.
-¡Dios, no! Si no los pelas no se queman, y conservan mejor el sabor. También es menos trabajo.
Y de hecho tiene razón.
Después de esto cogió un cubo en el que nadaban higiénicamente unas patatas que había pelado antes y, en cuclillas delante del fuego y con el cuerpo totalmente bañado en sudor, las partió toscamente en forma de gruesas patatas fritas de gran tamaño y las echó directamente en el aceite chisporreante. Cuando la sartén empezaba a desbordarse, revolvió las patatasa con un palo y añadió más leña al fuego para que subiera la llama. En un cesto colgado de un palo había pimientos verdes y rojos y, cogiendo cinco o seis de los pequeños, los echó también enteros.
-Bueno, ahora podemos dejar que eso se haga solo durante un rato -dijo Pedro mientras le daba una vuelta más con el palo, tras lo cual procedió a poner la mesa.
Había en la terraza una tambaleante bobina de cable de madera, sobre la cual colocó una vieja lata de sardinas que había llenado con un puñado enorme de aceitunas y una docena de guindillas en vinagre. De un saco de papel extrajo una hogaza de pan que parecía una piedra de río y la partió en cuartos, devolviendo al saco dos de ellos. A continuación, puso en la mesa dos tenedores torcidos y dos vasos y se fue a echar una mirada al plato principal. Yo me senté, me serví vino de una botella de plástico y me comí una aceituna -encurtida con mucho ajo, mucha sal y algo menos de tomillo, lavanda y Dios sabe qué más- acompañándola con un trago del denso vino parduzco.
(...) Pedro apareció sonriendo con la sartén chisporroteante, que colocó sobre una baldosa cuidadosamente dispuesta de manera que evitara que la bobina de cable se manchase. A continuación, trajo un gigantesco jamón grasiento, cortó dos enormes trozos llenos de tocino y volvió a colgarlo de un gancho clavado en una viga. Entonces se sentó en el escalón de la puerta, echó un trago de vino y dio un suspiro de satisfacción.
En cuanto a mí, me dediqué a pinchar en la sartén con el tenedor, roer mi jamón, beberme a grandes tragos mi vino parduzco y charlar con mi afable anfitrión. La comida era deliciosa. Durante todo ese mes cociné yo muchas veces, y casi siempre fueron "papas a lo pobre", que a Pedro le gustaban para desayunar, comer y cenar, siempre con los dos vasos de vino reglamentarios, pero jamás logré exactamente el mismo resultado que Pedro con el plato.

Chris Sewart (2007): Entre limones. Historia de un optimista. Editorial Almuzara. Páginas 37-39.
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