Como se sabe por
Plinio, aunque Plutarco en su vida de Lúculo no diga nada del asunto, fue este quien, de regreso de Asia Menor, concretamente de
Kerasos, en el Ponto, trajo a Occidente los cerezos. Según Böhler, se extendió muy lentamente, y todavía para
San Beda, en el siglo VIII, era un árbol bastante raro en las Galias. Es el propio Böhler quien afirma que fue
Cluny el divulgador del cerezo por toda Europa, y no había casa
cluniacense desde Salzburgo a Melon que no tuviese en su huerto media docena de cerezos. La cereza tenía fama de indigesta por un texto de no recuerdo quién, que afirmaba que un sobrino del rey
Lisímaco había muerto de una indigestión de cerezas. Ese Lisímaco viene como legislador en mi obispo Guevara, con barba engominada y curioso de saber cuál fue la lengua original de la humanidad. Para Guevara, es una especie de Salomón, y murió rodeado de sus sesenta mujeres, las cuales unánimemente lo lloraron y pacíficamente se repartieron su barba. Pero Guevara no sabía nada de las cerezas de Lisimaco… El gran siglo de la expansión del cerezo fue el XVIII.
María Antonieta y sus damas se dedicaban a cogerlas de las ramas, subidas a frágiles escaleras.
Fragonard, por ejemplo, pintó mucha aristócrata francesa subida al cerezo, enseñando el tobillo Y por la época de Fragonard, los canónigos de
Besançon dejaban en este mes los estudios de pirotecnia para subirse a los guindos. Las guindas mejores de Europa son las del valle del
Doubs, y de ahí son los primeros
kirschs y
marrasquinos, y las mejores
ratafías. Un racionero de Besançon, cadete de la casa de Golain-Dumesnil, estableció las cinco clases de kirschs, a las que aludirá
Stendhal, que era muy aficionado. Lenôtre ha explicado una vez cómo la ratafía roja tuvo una cierta boga durante la Revolución de Francia, porque la bebían los girondinos, mientras que la Montaña insistía en el eau-de-vie charentina y en el
calvados. ¡Mucho personaje de
Balzac bebe kirsch, especialmente banqueros y oficiales de caballería! Esto tiene su importancia.
Salinger ha hecho ver el cambio profundo que se produjo en la literatura inglesa del siglo XVIII, cuando las protagonistas de las novelas en vez de un cordial de vino con especias pasaron a beber té. ¡OH, Pamela y Evelina!
Mi valle natal y el vecino de Lorenzana son valles de cerezos. Especialmente este último. Las hay muorás, blancás, garrafales, leonesas, de piñón. Y hay buenas guindas, de pico. En Villanueva de Lorenzana, en una taberna, ponen unas guindas en aguardiente anisado que son verdaderamente deliciosas. Pero, si la gente pone guindas en aguardiente, a nadie se le ocurre destilarlas, y sin duda que se obtendría un licor estupendo, perfumado, lo que revalorizaría el fruto. Pero esto es otra historia.
Estos días, poniendo yo unas cerezas en aguardiente – que me gustan estos trabajos-, me acordaba de mi vale nativo, de los cerezos, llenos del rojo fruto, en la falda del Padornelo, y de lejanas horas en que, al igual que en las estampas dieciochescas de Francia, yo comía directamente de la rama. Las cerezas peteiradas del mirlo o del jilguero son las más dulces, como si los picos de las aves cantoras hubieran provocado en la cereza un alboroto de azúcares.
Cunqueiro, Álvaro (1981).
La cocina cristiana de Occidente. Barcelona : Los 5 sentidos, 229-231.
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