Spettatore di provincia (2009): Plana di Messará, da Festos |
Para viajar de Cnosos a Festos, en el sur, hay que atravesar la panza de Creta. allí, en el interior de las recias cordilleras y los valles fecundos, se percibe la vocación continental de esta isla, que es como un gran navío encallado en medio del mar, que mira a África y Asia con nostalgia mientras se piensa europea con orgullo.
Corría hacia el sur por viejas carreteras sinuosas, en un constante sube y baja, entre los murallones que formaban las duras montañas blanquecinas y a través de pueblos polvorientos. No muy lejos de mi destino, al coronar un cerro y comenzar un nuevo descenso, se abrió ante mi vista un enorme valle que era como un océano de olivos. Aquí y allá, entre las ondas verdes y plateadas del infinito olivar, surgía de improviso la enhiesta galanura de un ciprés, alzado sobre el bosque chaparro, como un oscuro mástil apuntando al cielo blanquecino. Detuve el automóvil, apagué el motor y salí a contemplar aquel bello pedazo del corazón cretense.
Pegaba el sol y el viento era caliente. Las cigarras rasgaban el silencio con su clamor de serruchos incansables. Mas allá el valle, el corpachón de una cordillera caliza parecía un mastodóntico animal que echara la siesta. ¿Había regresado el toro blanco de Poseidón? No se veía el mar y el aire seco traía el olor de un puñado de pinos crecidos a los pies de una colina cercana. Un águila planeaba en la altura y sus gritos ocasionales hendían el aire. Quizá era el águila de Zeus.
Era un paisaje esencial y preciso. Nada parecía sobrar ni tampoco faltar. Refiriéndose a Grecia, mientras estaba en Creta, escribía Henry Miller: "Todo está delineado, esculpido, grabado. Incluso las tierras baldías tienen un aire de eternidad". Yo pensaba ahora en la buena prosa, sobria y exacta, de que hablaba Kazantzakis al comparar su escritura con los campos cretenses.
Por la cuesta, asomaba un hombre montado en un burro. Era ya un anciano, de cuerpo largo y flaco. Al verme, guio hacia mí su asno, lo arrimó al coche y desmontó. El rostro del viejo parecía el mapa en relieve e una áspera geografía.
Por señas, me pidió un cigarrillo. Yo se lo di, él lo cogió y, a renglón seguido, tomó con su manaza un puñado de higos de un saco que amarraba en las albardas y me lo ofreció. Negué sonriendo. Él, entonces, me devolvió el cigarrillo. Así que acepté las frutas y le di fuego.
Le acompañé fumando. "Beautiful, beautiful", repetí señalando el paisaje. El anciano asintió con gesto indiferente. Luego, añadí, apuntando mi brazo hacia la lejanía: "Festos, Festos". Y él perdió la mirada en el horizonte, echó una bocanaa de humo al aire y dijo: "Good".
Consumimos nuestros cigarrillos. Me toqué el pecho y dije: "Spain, España". El hombre sonrió por vez primera. Y respondió: "Espagna..., ¡olé!". Le ofrecí un nuevo pitillo de mi paquete, lo tomó, volvió al saco y me regaló otro puñado de frutos. Y cada cual siguió viaje para su lado, él cuesta arriba, fumando a lomos del pollino, y yo carretera abajo, derecho a zambullirme en un mar de olivos y el interior del coche oliendo a higueras de verano.
REVERTE, Javier (2006): Corazón de Ulises. Libro de Bolsillo; 523: Barcelona. Páginas75-77.