Angelo Angelino (2012): Taganu siciliano |
Los hermanos y las hermanas Safamita se reunían siempre para la festividad del día de Difuntos. Cada año, a finales de octubre, se celebraba la fiesta campestre en el olivar de Torreche-parla, cerca de Sarentini, seguida inmediatamente por los festejos de Difuntos con sus tradicionales regalos; se concluía después honrando a los antepasados con una misa en la iglesia mayor.
Los Safanita daban mucha importancia a la buena cocina y tenían fama de glotones, lo que, en una isla en la que rige el culto a los alimentos y a las comilonas, significaba que se tomaban la gastronomía muy en serio. En la fiesta se celebraba el fin de la recogida de las aceitunas, que en aquellos campos de clima suave maduraban antes que en otras zonas. Guglielmo Safamita organizaba una fiesta para los aceituneros, que se celebraba de forma separada pero al mismo tiempo que la de los amos. Cada uno de los dos grupos tenía sus especialidades -oveja hervida para aquellos y manjares preparados por los chefs para la familia-, pero compartían el primer plato y el postre.
Guglielmo había adoptado la tradición de los Lattuca, considerada vulgar y casi vergonzosa por sus parientes de la ciudad. Preparaba él mismo el plato fuerte de la comilona; un taganu que saciaba a cien personas. Era este un plato popular, típico de Coppolo, el pueblo de los Lattuca. Consistía en una especie de timbal de macarrones, picadillo de carne con tomate y salchichas, aderezado con queso, sobre el que se echaban cien huevos batidos. Se preparaba en una olla de barro tan grande como dos cántaros, llamado precisamente taganu, que se utilizaba exclusivamente con este fin.
Costanza se divertía: aquella era la única ocasión en la que el abuelo trataba al personal femenino del servicio de igual a igual, como, sin embargo, hacía ella todos los días. Solamente durante esa jornada, las mujeres eran las dueñas de la cocina grande junto al abuelo -Monsù se veía desterrado a la cocina pequeña, donde trabajaba con aires de desdeñosa superioridad- y se levantaban al alba para empezar los preparativos: tiras de pasta del grosor de un pulgar, sacadas del agua a media cocción y puestas a secar una a una sobre telas dispuestas a propósito; un picadillo de carne y tomate hecho como es debido, con todas sus especias, salchichas rehogadas en la sartén, rociadas con vino tinto y cortadas después en trocitos. Las más inexpertas se encargaban de los ingredientes que no necesitan cocción: grandes cantidades de queso de oveja rallado, perejil triturado, huevos batidos. Cortaban trozos de tuma, un queso suave y dulce no curado que el barón hacía traer a propósito de Muralisci, el feudo montañés de Madonie cuyo título ostentaban los Safamita.
A primera hora de la mañana, el barón, seguido por los familiares que querían asistir a la preparación -por lo general, los más jóvenes-,y también por quienes no habían sido capaces de rechazar su invitación, ajaba a la cocina. Protegido con su delantal de cocinero, se ponía manos a la obra. Untaba el fondo y las paredes del taganu con manteca de cerdo y después empezaba a llenarlo usando una técnica antigua. Cubría el fondo y los lados con lonchas de tuma, a medida que el relleno iba creciendo. Disponía entonces una capa de tiras de pasta sin presionarlas, y las cubría después con el picadillo. Sellaba el conjunto con una mezcla de huevos batidos, perejil triturado y queso de oveja, y a continuación añadía otra capa de tiras de pasta. Las cubría con las salchichas y su salsa, añadía después más huevo batido y forraba los lados con más lonchas de tuma. Así, alternando las capas de ingredientes, se iba avanzando entre la hilaridad general. (...)
El trabajo iba avanzando en medio del parloteo de las mujeres, hasta que la olla estuvo llena. Al final, el barón añadió sobre el taganu el resto del huevo batido y dejó que una de las mujeres lo cubriera con una última capa de tuma.
-Así, si se deshace no es culpa mía -sentenció, también en esa ocasión, entre bromas y veras-. Ahora llamad a los hombres para meterlo en el horno.
El barón había acabado su cometido: faltaba la última parte, la más espectacular. Después de la cocción, cuando aún estaba tibio, dos hombres transportaron el taganu a la terraza y lo depositaron sobre una mesa cerca de la balaustrada, de modo que los campesinos reunidos en la plaza que se abría ante la casa patronal pudieran verlo. El barón rompió la olla de barro, siguiendo la tradición, con un punzón y un martillo. Los trozos de loza se desprendían de los lados y revelaban la crujiente costra de tuma. El pastel señoreaba intacto. Por las grietas de aquel revoque de tuma goteaba la salsa aromatizada del relleno. Los criados cortaron una rueda de la parte superior, par los amos. El resto -la mayor parte- fue llevada a la alquería, donde tenía lugar el festín para los campesinos. Fue recibido con aplausos.
Simonetta Agnello Hornby (2006): La tía marquesa. Editorial Tusquets: Barcelona. Páginas 153-156.
A primera hora de la mañana, el barón, seguido por los familiares que querían asistir a la preparación -por lo general, los más jóvenes-,y también por quienes no habían sido capaces de rechazar su invitación, ajaba a la cocina. Protegido con su delantal de cocinero, se ponía manos a la obra. Untaba el fondo y las paredes del taganu con manteca de cerdo y después empezaba a llenarlo usando una técnica antigua. Cubría el fondo y los lados con lonchas de tuma, a medida que el relleno iba creciendo. Disponía entonces una capa de tiras de pasta sin presionarlas, y las cubría después con el picadillo. Sellaba el conjunto con una mezcla de huevos batidos, perejil triturado y queso de oveja, y a continuación añadía otra capa de tiras de pasta. Las cubría con las salchichas y su salsa, añadía después más huevo batido y forraba los lados con más lonchas de tuma. Así, alternando las capas de ingredientes, se iba avanzando entre la hilaridad general. (...)
El trabajo iba avanzando en medio del parloteo de las mujeres, hasta que la olla estuvo llena. Al final, el barón añadió sobre el taganu el resto del huevo batido y dejó que una de las mujeres lo cubriera con una última capa de tuma.
-Así, si se deshace no es culpa mía -sentenció, también en esa ocasión, entre bromas y veras-. Ahora llamad a los hombres para meterlo en el horno.
El barón había acabado su cometido: faltaba la última parte, la más espectacular. Después de la cocción, cuando aún estaba tibio, dos hombres transportaron el taganu a la terraza y lo depositaron sobre una mesa cerca de la balaustrada, de modo que los campesinos reunidos en la plaza que se abría ante la casa patronal pudieran verlo. El barón rompió la olla de barro, siguiendo la tradición, con un punzón y un martillo. Los trozos de loza se desprendían de los lados y revelaban la crujiente costra de tuma. El pastel señoreaba intacto. Por las grietas de aquel revoque de tuma goteaba la salsa aromatizada del relleno. Los criados cortaron una rueda de la parte superior, par los amos. El resto -la mayor parte- fue llevada a la alquería, donde tenía lugar el festín para los campesinos. Fue recibido con aplausos.
Simonetta Agnello Hornby (2006): La tía marquesa. Editorial Tusquets: Barcelona. Páginas 153-156.
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