Un buen plato, digno de Montalbano. Isabel Castro (2012) |
-¿Hoy qué le puedo
servir?
-¿Qué tienes?
-De primero, lo que
quiera.
-De primero no quiero
nada, tengo intención de hacer una comida ligera.
-De segundo he preparado
bonito con salsa agridulce y merluza con salsa de anchoas.
-¿Te has pasado a la alta
cocina, Calò?
-A veces me da por ahí,
me doy el capricho.
-Tráeme una buena ración
de merluza. Ah, y mientras espero, sírveme un buen plato de entremeses
marineros.
Le entró la duda. ¿Había
dicho una comida ligera? Prefirió no responder a la pregunta y abrió el
periódico. La pequeña maniobra económica que el gobierno había aprobado no
sería de quince, sino de veinte millones deliras. Seguramente subirían algunos
precios, entre ellos los de la gasolina y los cigarrillos. El paro en el sur
había alcanzado unas cifras que era mejor no revelar. Los de la Liga Norte,
después de la huelga fiscal, habían decidido echar a la calle a los prefectos,
como primer paso hacia la independencia. Treinta jóvenes de un pueblecito de la
provincia de Nápoles habían violado a una muchacha etíope, el pueblo los
defendía: la negra era no solo negra sino también puta. Un chiquillo de ocho
años se había ahorcado. Detenidos tres camellos cuya edad media era de doce
años. Un veinteañero se había saltado la tapa de los sesos jugando a la ruleta
rusa. Un octogenario celosos…
-Aquí están los
entremeses.
Montalbano lo agradeció,
unas cuantas noticias más y se le hubiera pasado el apetito. Después llegaron
los ocho trozos de merluza que eran sin lugar a dudas suficientes para cuatro
personas. El pescado proclamaba a gritos su alegría por el hecho de haber sido
guisado como Dios manda. A través del olfato se adivinaba su perfección, merced
a una cantidad apropiada de pan rallado, y al delicado equilibrio entre las
anchoas y el huevo batido.
Montalbano se llevó a la
boca el primer bocado, pero no se lo tragó enseguida. Dejó que el sabor se
difundiera dulce y uniformemente por la lengua y el paladar, y que la lengua y
el paladar se dieran cuenta del regalo que se les estaba haciendo. Tragó el
bocado y Mimì Augello se materializó delante de la mesa.
-Siéntate.
Mimì Augello se sentó.
-A mí también me
apetecería comer.
-Haz lo que quieras. Pero
no hables, te lo digo como un hermano y por tu bien, no hables por ningún
motivo. Si me interrumpes mientras como esta merluza, soy capaz de
estrangularte.
CAMILLERI, Andrea (2000):
El ladrón de
meriendas. Editorial Salamandra, Narrativa:Barcelona. Páginas 29-30.
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