dilluns, 1 d’agost del 2011

Cenas en Estambul

Hoffnung88 (2008): Balikçilar
Sibel
Cuando Sadi se acercó a nuestra mesa le preguntamos por la 1"), por la salutd ("¡Bien, gracias a Dios!"), por el trabajo ("Somos una familia, Kemal Bey, todas las noches los mismos!"), por la situación ("¡No se puede salir a la calle con el terrorismo de izquierdas y de derechas!") y por quiénes iban y venían ("Todo el mundo ha vuelto de Uludag"). Conocía a Sadi desde que yo era niño, antes de que abrieran Vestíbulo, del local en Beyoglu del restaurante Abdullah Efendi, que mi padre frecuentaba. Vio por primera vez el mar al llegar a Estambaul a los diecinueve años, hacía treinta de eso, y en poco tiempo aprendió de famosos taberneros y camareros rumíes de la ciudad los refinamientos de seleccionar y preparar el pescado. Puso en una bandeja y nos mostró unos salmonetes, una anjova y una lubina gordas y jugosas que esa misma mañana había escogido con sus propias manos en la lonja. Olimos el pescado y confirmamos su frescura observando el brillo de los ojos y lo rojo de las agallas. Luego hablamos en tono de queja de la contaminación del Mármara. Sadi nos contó que, en prevención de los cortes, cada día una empresa especializada llevaba a Vestíbulo un camión de agua. Todavía no habían comprado un generador para los cortes de luz, pero a los clientes les gustaba el ambiente de velas y lámparas de gas en la oscuridad de algunas noches. Nos volvió a llenar las copas de vino y se marchó.
- ¿Te acuerdas de los pescadores, padre e hijo, cuyas voces oíamos por la noche en la mansión? -dije-. Desaparecieron poco después de que te marcharas a París. Entonces pareció que la casa fuera un lugar más frío y solitario y no pude aguantarlo.
A Sidel solo le interesó lo que tenían de disculpa aquellas palabras. Para atraer su atención hacia otra parte, le conté que pensaba a menudo en los pescadores. (Se me pasaron por la mente los pendientes de perlas que me dio mi padre.)
- Puede que padre e hijo fueran en busca de los bancos de bonitos y anjora -dije.
Leonie Balci-Kant (2008): Nootjesverkoper ann de bosporus in Tarabya, Istanbul 
Le conté que ese año tanto los bonitos como las anjoras habían salido buenos y que había visto hasta a los vendedores ambulantes de las callejuelas de Fatih vendiendo bonitos en sus carros, con los correspondientes gatos que les seguían. Mientras nos tomábamos el pescado, Sadi nos contó que el precio del rodaballo había subido mucho porque los rusos y los búlgaros detenían a los pescadores turcos que entraban en sus aguas territoriales siguiendo los bancos. 

Orhan Pamuk (2009): El Museo de la Inocencia, Literatura Mondadori, 276.
Por aquel entonces el lugar preferido de los estambulíes que iban al Bósforo a pasar un buen rato era Tarabya, con su hilera de tabernas una detrás de otra, rebosantes de público que se instalaba en las mesas de las aceras por entre las que pasaban arriba y abajo loteros ambulantes, vendedores de mejillones y almendras, fotógrafos que te traían la fotografía en una hora, heladeros y, en la mayoría de los restaurantes, pequeñas orquestas de música tradicional y cantantes "a la turca". (Por aquellos años todavía no se veía ni un solo turista.) Recuerdo que siempre que íbamos la tía Nesibe se reía maravillada de la velocidad y el valor de los camareros que servían bandejas rebosantes de entremeses corriendo por entre los coches que avanzaban por el estrello espacio que dejaban las mesas y el restaurante.
Íbamos a un restaurante relativamente modesto llamado Paz. Dicho restaurante, en el que la primera noche entramos simplemente porque había sitio libre, le gustaba a Tarik Bey porque además podíamos escuchar "gratis y de lejos" la música a la turca y las viejas canciones procedentes del próximo y pretencioso cabaret Joya. Cuando la siguiente vez que fuimos sugería que si nos sentábamos en el Joya podríamos escuchar mucho mejor a las ancianas cantantes, Tarik Bey replicó:
- ¡Por Dios, Kemal Bey, no vamos a darle dinero a esa panda desastrosa de mujeres que graznan como cuervos!
Pero durante toda la cena estuvo escuchando atentamente, complacido y furioso, la música que nos llegaba. Corregía en voz alta los errores de las cantantes "Sin voz y sin oído", nos demostraba que se sabía todas las letras acabando la canción antes que la cantante y, después de la tercera copa de raki, cerraba los ojos con melancolía y un sentimiento de profundidad espiritual  y llevaba el ritmo de la música moviendo la cabeza.
Orhan Pamuk (2009): El Museo de la Inocencia, Literatura Mondadori, 415-416.
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